¡Un corazón para Cristo! (parte II)

Lector, ¡medite en esto! Aquí tenemos a un apóstol, a un predicador del Evangelio, a un profesante de fuste; pero, bajo el manto de la profesión, yacía un “corazón habituado a la codicia” (2.ª Pedro 2:14), un corazón que tenía amplio espacio para “treinta piezas de plata”, pero ni un solo rincón para Jesús. ¡Qué caso! ¡Qué cuadro! ¡Qué advertencia! ¡Oh, los profesantes sin corazón cuánta necesidad tienen de mirar a Judas, de considerar su línea de conducta, su carácter, su fin! Predicó el Evangelio, pero nunca lo conoció, nunca lo creyó, nunca lo sintió. Pudo haber pintado los rayos del sol en cuadros, pero nunca sintió su influencia. Tenía abundancia de corazón para el dinero, pero no un corazón para Cristo. Como “el hijo de perdición”, “se ahorcó”, “para irse a su propio lugar” (Juan 17:12; Mateo 27:5; Hechos 1:25). Cristianos profesantes, guárdense del conocimiento intelectual, de la profesión de labios, de la piedad oficial, de la religión mecánica; guárdense de estas cosas y procuren tener un corazón para Cristo.

las advertencias de pedro

En Pedro tenemos otra advertencia, aunque de naturaleza diferente. Él amaba realmente a Jesús, pero temió la cruz. Rehuyó confesar Su nombre en medio de las filas del enemigo. Se jactó de lo que haría, cuando tendría que haberse despojado a sí mismo. Se hallaba profundamente dormido cuando debió haber estado de rodillas. En vez de orar, se durmió. Y, más tarde, en vez de estar tranquilo, lo vemos blandiendo la espada. “Siguió (a Jesús) de lejos”, y luego lo hallamos “calentándose al fuego” en el patio del sumo sacerdote (Marcos 14:54). Por último, “comenzó a maldecir y a jurar” que no conocía a este Maestro de gracia. ¡Todo esto era terrible! ¿Quién se imaginaría que el Pedro de Mateo 16:16 es el mismo de Mateo 26? Sin embargo, lo es. El hombre, en su mejor condición, es como una marchitada hoja otoñal, “cual sombra que no dura” (1.º Crónicas 29:15). La posición más eminente, la profesión más estentórea, pueden terminar siguiendo a Jesús “de lejos”, y negando vilmente su Nombre.

Es muy probable —casi seguro diría yo— que Pedro habría rechazado a puntapiés el pensamiento de vender a Jesús por treinta piezas de plata; y, sin embargo, tuvo miedo de confesarle ante una criada. No le habría traicionado y entregado a sus enemigos, pero sí le negó delante de ellos. Puede no haber amado el dinero, pero su falta estuvo en no manifestar un corazón para Cristo.

Lector cristiano, recuerde la caída de Pedro y guárdese de confiar en sí mismo. Cultive un espíritu de oración. Manténgase cerca de Jesús. Sitúese lejos de las influencias del favor de este mundo. “Consérvese puro” (1.ª Timoteo 5:22). Guárdese de caer en una condición de alma perezosa y letárgica. Sea vigoroso y vigilante. Ocúpese en Cristo. Ésta es la verdadera salvaguardia. No se conforme meramente con evitar el pecado manifiesto. No se contente meramente con una conducta y un carácter intachables. Fomente afectos vivos y ardientes por Cristo. Uno que “sigue a Jesús de lejos” puede negarle muy pronto. Pensemos en esto. Saquemos provecho del relato acerca de Pedro. Él mismo nos dice más tarde: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe” (1.ª Pedro 5:8, 9). Éstas son palabras de peso, provenientes, por cierto, del Espíritu Santo, a través de la pluma de uno que había sufrido así por falta de VIGILANCIA.

los evangelios de lucas y mateo

Bendita sea la gracia que pudo decir a Pedro, antes de su caída: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:32). Nótese que el Señor no dice: «He rogado por ti, que no caigas», sino: “que tu fe no falte” cuando hayas caído. ¡Gracia preciosa y sin par! Éste era el recurso de Pedro. Era deudor de la gracia, desde el principio hasta el fin. Como pecador perdido, era deudor de “la sangre preciosa de Cristo”, y, como santo que tropieza, era deudor de la prevaleciente intercesión de Cristo. Así ocurrió con Pedro.

La abogacía de Cristo constituyó la base de su feliz restauración. De esta abogacía Judas no sabía nada. Sólo aquellos que han sido lavados en la sangre participan de la intercesión. Judas ignoraba todo esto. Por eso “fue y se ahorcó” (Mateo 27:5); mientras que Pedro, como hombre convertido y restaurado, salió a “confirmar a sus hermanos” (Lucas 22:32). Nadie era más idóneo para fortalecer o confirmar a sus hermanos que uno que había experimentado en su propia persona la restauradora gracia de Cristo. Pedro fue capaz de pararse ante la congregación de Israel y decir: “Vosotros negasteis al Santo y al Justo” (Hechos 3:14), tal cual él lo había hecho. Esto nos hace ver cuán enteramente fue purificada su conciencia por la sangre, y su corazón restaurado por la intercesión de Cristo.

Y ahora, restan por decir unas palabras sobre la mujer que vino a Jesús con el vaso de alabastro. Ella se halla en un excelente y bello contraste con todos los demás. Mientras los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos se hallaban reunidos conspirando contra Cristo “en el patio del sumo sacerdote llamado Caifás” (Mateo 26:3), ella se hallaba ungiendo el cuerpo de Jesús “en casa de Simón el leproso” (Mateo 26:1). En el momento en que Judas estaba acordando con los principales sacerdotes cómo vender a Jesús por treinta piezas de plata, ella estaba derramando el precioso contenido de su frasco de alabastro sobre la Persona de Jesús.

¡Patético contraste! Ella estaba totalmente absorbida con su objeto, y su objeto era Cristo. Aquellos que no conocían Su excelencia y hermosura podían tildar de derroche su sacrificio. Aquellos que eran capaces de vender a Jesús por treinta piezas de plata podían hablar de “dar a los pobres”; pero ella no les prestó atención. Sus razonamientos y murmuraciones no significaron nada para esta mujer, pues había hallado su todo en Cristo. Jesús era más para ella que todos los pobres del mundo. Ella sintió que nada de lo que se gastara en él sería “desperdicio”.

Él no podía valer más que treinta piezas de plata para uno que tenía un corazón para el dinero. Para ella, él valía más que diez mil palabras, por cuanto tenía un corazón para Cristo. ¡Mujer bienaventurada! ¡Ojalá que te imitemos! ¡Ojalá que nuestro lugar esté siempre a los pies de Jesús, amando, adorando, admirando y venerando su bendita Persona! ¡Ojalá que consumamos y gastemos todas nuestras energías en su servicio, aun cuando los profesantes sin corazón consideren nuestro servicio como un “desperdicio” insensato! Se acerca rápidamente el tiempo en que no nos arrepentiremos de nada de lo que hayamos hecho por amor a su Nombre; si hubiera lugar allá arriba para lamentarnos tan sólo de una cosa, sería de cuán débilmente y con cuánta flojedad servimos a su causa en el mundo. Si en la “mañana sin nubes” hubiera tan sólo un rubor que cubriera toda nuestra mejilla, se debería a que nosotros, cuando estuvimos aquí abajo, no nos dedicamos más íntegramente a su servicio.

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