La ley y la gracia

Hay dos versículos que arrojan una luz tal sobre este tema que nos vemos obligados a citarlos en seguida:

“Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17).

“Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14).

El primer versículo nos muestra el gran cambio dispensacional que tuvo lugar con la venida de Cristo. El segundo, nos muestra el resultado de ese cambio en lo que concierne al creyente. Bajo el nuevo régimen, el creyente obtiene libertad de la esclavitud del pecado.

En un sentido, la ley y la gracia son similares. Ambas nos presentan una norma muy elevada; aunque en esto la segunda sobrepasa a la primera. En todo otro respecto, la ley y la gracia son diametralmente opuestas.

La ley de Moisés fue dada en el monte de Sinaí (Éxodo 19 y 20). Dios entonces —quien apenas era conocido, por cuanto habitaba en densas tinieblas— estableció explícitamente Sus justas y santas demandas. Si los hombres obedecían, serían bendecidos; si desobedecían caían bajo la solemne maldición de la ley (Gálatas 3:10). La ley, de hecho, fue quebrantada, y la maldición merecida antes del tiempo en que las tablas de piedra alcanzasen al pueblo (Éxodo 32). El capítulo siguiente nos dice cómo Dios trató en gracia con ellos. Bajo la ley no mitigada por la gracia, ellos debían haber perecido de inmediato.

La gracia, por otro lado, significa que Dios se ha revelado plenamente a nosotros en su Hijo, y todas sus justas y santas demandas han sido satisfechas en la muerte y resurrección de Cristo, de modo que la bendición está abierta a todos. A todos los que creen se les otorga el perdón de pecados y el don del Espíritu Santo, de modo que hay poder para conformarlos a la norma, la cual, bajo la gracia, es nada menos que Cristo mismo.

La misma esencia de la ley es, pues, demanda; mientras que la esencia de la gracia es provisión.

Bajo la ley, Dios, por decirlo así, se presenta ante nosotros diciendo: «¡Dame, ríndeme tu amor y tu debida obediencia!». Bajo la gracia, en cambio, Él se presenta con las manos totalmente extendidas diciendo: «¡Toma, recibe mi amor y mi poder salvador!»

La ley dice «Haz y vive»; la gracia dice «Vive y haz».

Ahora los creyentes, como lo hemos visto, no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia. Veamos cómo sucedió esto. Leamos Gálatas 4:4-5:

“Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.”

Lo que produjo el cambio es, en una palabra, la redención. Pero eso implicó la muerte del Redentor. Él debió ser hecho maldición por nosotros muriendo en el madero (Gálatas 3:13). Por tal razón el creyente está facultado a considerarse como “muerto a la ley” (Romanos 7:4). Él murió en la muerte de su Representante, el Señor Jesucristo. La ley no murió; por el contrario, nunca su majestad fue tenida más en alto que cuando Jesús murió bajo su maldición. Dos cosas, no obstante, sucedieron. Primero, una vez que la ley fue magnificada y su maldición llevada, Dios suspendió Su ira y proclamó la gracia a toda la humanidad. En segundo lugar, el creyente murió a la ley en la Persona de su gran Representante. Él, para usar el lenguaje de la Escritura, murió para ser “de otro, del que resucitó de los muertos” (Romanos 7:4), es decir, él está ahora bajo el control de otro Poder, y ese poder radica en una Persona: en el Hijo de Dios resucitado.

Con estas dos cosas se relacionan dos grandes hechos:

Primero, la ley no es el fundamento de la justificación del pecador. Él es justificado por gracia, por la sangre de Cristo, por fe. Esto se encuentra detalladamente explicado en los capítulos 3 y 4 de la epístola a los Romanos. Segundo, la ley no es la regla de vida para el creyente. Cristo es su regla de vida. Nuestros vínculos son con Cristo y no con la ley, tal como lo hemos visto (Romanos 7:4). Esto se halla perfectamente demostrado en los capítulos 3 y 4 de la Epístola a los Gálatas.

Los cristianos gálatas habían comenzado bien. Fueron convertidos bajo la predicación del Evangelio de la gracia de Dios mediante el apóstol Pablo. Luego vinieron los dañinos judaizantes —quienes eran “celosos por la ley”— y enseñaron la circuncisión y a guardar la ley. Los gálatas cayeron precisamente en esta trampa.

La respuesta de Pablo es virtualmente ésta: que la ley fue un sistema provisorio (Gálatas 3:17), añadido para poner de manifiesto las transgresiones de Israel (v. 19), y para actuar como ayo “hasta Cristo” (v. 24), como debiera traducirse. Una vez que vino Cristo, que la redención se cumplió, y que el Espíritu fue dado, el creyente deja la posición de niño menor de edad, o la de siervo, para venir a ser hijo de la casa divina, siendo así puesto en la libertad de la gracia (Gálatas 4:1-7).

Puesto que la plataforma de la gracia, sobre la cual hemos sido emplazados, es mucho más elevada que la ley, a la que hemos abandonado, volver atrás, aunque sea sólo en pensamiento, de la una a la otra, es caer. “De la gracia habéis caído” es lo que les dice el apóstol a quienes hacen esto (Gálatas 5:4).

La parábola del hijo pródigo ilustra este punto. Su pensamiento más alto no se elevaba por encima de la ley cuando dijo: “Hazme como a uno de tus jornaleros” (Lucas 15:19). Sin embargo, fue recibido en plena gracia, y, una vez dentro, le fue dado el lugar de hijo. Supóngase, no obstante, que unos días después, con el argumento de querer conservar los afectos del padre así como el lugar y los privilegios tan libremente otorgados, él comienza a trabajar como un sirviente de la casa, conformándose rígidamente a las leyes que deben cumplir los criados domésticos; ¿qué pasaría entonces? Él así habría “caído de la gracia”, y habría afligido tristemente el corazón de su padre, ya que ello hubiera sido equivalente a un voto de «desconfianza» en él.

¡Qué importante es, pues, para nosotros, “tener el corazón afirmado con la gracia”! (Hebreos 13:9).

¿Qué podemos decir de la idea de que la gracia vino con el objeto de ayudarnos a guardar la ley, de modo que vayamos al cielo de esa manera?

Sencillamente que esto es totalmente opuesto a la Escritura. En primer lugar, la idea de que guardar la ley faculta a una persona a ir al cielo es una falacia. Cuando el intérprete de la ley le preguntó al Señor: “Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?”, él fue referido a la ley y, después de haber dado un correcto resumen de sus demandas, Jesús respondió: “Bien has respondido; haz esto, y vivirás” (Lucas 10:25-28). No se dice ni una palabra acerca de ir al cielo. La vida sobre la tierra es la recompensa por guardar la ley.

En segundo lugar, la gracia fue introducida, no para ayudarnos a guardar la ley, sino para traernos salvación de su maldición por Otro que llevó esta última por nosotros. El capítulo 3 de Gálatas nos muestra esto muy claramente.

Si se requiere no obstante una confirmación adicional, léase Romanos capítulo 3, y nótese que cuando la ley ha declarado culpable a un hombre y ha hecho cerrar su boca (v. 9-19), la gracia, a través de la justicia, justifica “sin la ley” (v. 20-24).

Léase también 1.ª Timoteo. La ley fue hecha para condenar a los impíos (v. 9-10). El evangelio de la gracia presenta a Cristo Jesús quien “vino al mundo para salvar a los pecadores” (v. 15), y no, nótese bien, a ayudar a los pecadores a guardar la ley para que así puedan salvarse a sí mismos.

Si la ley no fue dada para que la guardemos y seamos así justificados, ¿para qué entonces fue dada?

Dejemos que la Escritura misma conteste:

“Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice… para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios” (Romanos 3:19).

“Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase” (Romanos 5:20).

“Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones” (Gálatas 3:19).

La ley, como toda otra institución de Dios, logró significativamente su propósito. Fue perfectamente capaz de declarar culpable y cerrar la boca del religioso más obstinado y presuntuoso. Sólo la gracia lo puede salvar.

¿Ha puesto a un lado la gracia entonces a la ley, y la ha anulado para siempre?

La gracia, personificada en Jesús, ha llevado la maldición de la ley quebrantada, redimiendo así de su maldición a todos los que creen (Gálatas 3:13).

Además, nos ha redimido de estar bajo la ley misma, y ha puesto todas nuestras relaciones con Dios sobre una plataforma totalmente nueva (Gálatas 4:4-6).

Ahora bien, si el creyente ya no está más bajo la ley, sino bajo la gracia, no debemos suponer que la ley misma es anulada ni puesta de lado. Su majestad nunca fue más tenida en alto que cuando Aquel justo sufrió como Sustituto bajo su maldición, y multitudes retrocederán de terror ante su acusación en el día del juicio (Romanos 2:12).

¿Qué daño se produce en un cristiano que adopta la ley como regla de vida?

Un gran daño. Al hacerlo, el cristiano “cae de la gracia” (Gálatas 5:4), porque la gracia no sólo lo salva, sino que también le enseña (Tito 2:11-14).

Al vivir guardando la ley, el cristiano rebaja la norma divina. Cristo, y no la ley, es la norma del creyente. Éste además se apodera así de un poder de motivación erróneo. Uno por recelo puede intentar, aunque insatisfactoriamente, guardar la ley, y tratar de regular el poder de la “carne” dentro de sí. Pero el Espíritu Santo es el poder que controla la carne y que conforma al creyente a Cristo (Gálatas 5:16-18).

Por último, él hace violencia a las relaciones en que está por la gracia de Dios. Aun cuando es un hijo en la libertad de la casa y del corazón del Padre, ¡él insiste en ponerse bajo el código de reglas formulado para hacerse cumplir en el recinto de los domésticos!

¿No hay nada de malo en todo esto? Creemos que sí.

Si se enseñara que el cristiano no está bajo la ley, ¿no conduciría eso a todo tipo de males?

Lo haría en el caso de que una persona profesara ser cristiana sin haber nacido de nuevo, o mostrara arrepentimiento, sin estar bajo la influencia de la gracia y sin haber recibido el don del Espíritu Santo.

Puesto que nadie es cristiano sin estas características, el caso toma un matiz diferente, y razonar de la manera sugerida no hace más que poner de manifiesto una deplorable ignorancia de la verdad del Evangelio.

El argumento se reduce simplemente a esto: que la única manera de que los cristianos pueden vivir vidas santas es guardando la ley, como si ellos tuviesen tan sólo una especie de naturaleza puerca, y la única manera de guardarlos fuera del fango fuese con palos. La verdad es que aunque la carne está todavía en el creyente, él también tiene la nueva naturaleza, y con ella Dios lo identifica. El creyente tiene el Espíritu de Cristo como guía, y de ahí que pueda ser puesto con seguridad bajo la gracia; porque después de todo es la gracia la que domina.

Si la gente quiere contender con esto, su contienda es contra la Escritura citada al principio.

“El pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14).

Hombres inconversos pueden tratar de hacer uso de la gracia como excusa para el mal, pero ésa no es ninguna razón para negar la verdad declarada en ese versículo. ¿Qué verdad hay en la Biblia de la que los hombres perversos no hayan cometido abusos?

¿Indica la Escritura la manera en que la gracia mantiene al creyente en orden, a fin de que pueda vivir una vida que agrade a Dios?

Efectivamente. Tito 2:11-15 nos proporciona la respuesta:

“Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras. Esto habla, y exhorta y reprende con toda autoridad. Nadie te menosprecie.”

En el cristianismo la gracia no solamente salva, sino que además enseña; y ¡qué maestro efectivo resulta ser! Ella no llena nuestras cabezas de frías reglas y reglamentos, sino que somete nuestros corazones bajo la influencia del amor de Dios. Aprendemos lo que agrada a Dios tal como se ve manifestado en Jesús. Y, al tener el Espíritu Santo, comenzamos a vivir una vida sobria, justa y piadosa.

Hay una gran diferencia entre los hijos de una familia mantenidos en orden por temor al azote a causa de su mala conducta, y aquellos que viven en un hogar donde reina el amor. El orden puede reinar en el primer caso, pero terminará en una gran explosión antes que los niños entren en años. En el segundo caso, no sólo hay obediencia, sino también una respuesta gozosa a los deseos del padre, fruto de los correspondientes afectos.

Dios gobierna a sus hijos sobre la base del principio del amor, y no sobre el principio del castigo con la vara.

¡Que vivamos nuestras vidas cristianas con la feliz conciencia de esto!

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